Nunca quisieron alcanzar el cielo.
No en aquellas tardes cuando las piedras de la ciudad sudaban bajo el bochorno condensado en sus gritos extremos. No cuando secaban sus lenguas lamiendo la sorpresa de lo desconocido.
Nunca se prometieron el cielo.
No cuando él le regalaba cada gota de agua recogida en años de deseos reprimidos, embalsados en ciénagas de enfermedades que le hicieron creer, charcas agonizantes de vida agonizante.
Es que, nunca quisieron alcanzar el cielo.
No cuando ella le dejaba intuir el punto aproximado donde brotan todas las alas, cuando clavaba en su espalda la ansiedad de la incertidumbre del mañana.
Pero no, no querían el cielo.
No cuando el M.D.M.A. elevó sus sensibilidades cinco centímetros sobre la piel en orgías salinas de mil estrellas nacientes prendiendo el placer.
No, no y no, el cielo, no.
Pero comenzaron a volar, olvidaron que las promesas son ese gato escurridizo que desaparece ante una visita inesperada.
Pero comenzaron a volar y de improviso llegó el frío con su mejor traje de costumbre.
Pero comenzaron a volar y sus pieles se escarcharon entre miradas interrogantes.
Pero comenzaron a volar, ya ves, ellos que nunca se habían prometido el cielo, comenzaron a caer, ya ves, nunca quisieron, nunca alcanzar el cielo.
Tampoco el suelo, ya ves, mira sus cuerpos inertes sobre la acera, agonizantes de ilusión, sin derecho a réplica.
Atónito